EL ÚLTIMO DEL MOLINO

Sentado en la puerta de la masada, Severo decidió esperar el final. Cuando falleció Herminia rechazó la mano de sus hijos para ir con ellos a Barcelona. Se volvió huraño para que lo dejaran solo, rehuyendo la ayuda de los del pueblo e incluso la de su amigo Lorenzo, ermitaño de la Virgen del Campo, que le invitó a compartir juntos el cuidado de la Capilla.

Los días eran dolorosos viendo la hiedra ascender por las paredes, desplomándose las piedras conforme el agua ablandaba la argamasa de arcilla, sin más caricia que la de alguna mariposa posándose en el antebrazo, descubierto por el puño remangado de la camisa, que acude a libar el sudor de la angustia que invade su cuerpo. Las noches tenebrosas. Enmudecidas las muelas del molino desde que el canal de madera anclado a la roca del Estrecho se cayó y dejó de discurrir el agua por la acequia hasta la balsa, el silencio de la oscuridad se rompe al escuchar crujir las vigas de madera de chopo que aguantan el peso del tejado, al sentir corretear por el granero las fuinas que van destrozando los vencejos de paja de centeno que todavía aguardan para atar los haces de cebada de la cosecha que nunca llega. El insomnio agranda el dolor recordando a los que ya no están, con la consciencia de que ya nadie vendrá.

La soledad y la edad castigando sus huesos no le ayudan a mantener el hogar. La maleza va invadiendo los huertos y la pequeña alberca se agrieta tras cada helada del invierno. El abrevadero de la surgencia, que mana junto a la entrada, ya no sacia la sed del rebaño de ovejas que tuvo vende antes de verlas sufrir al no poder cuidarlas. La era se llena de hierba, el polvo enruna el empedrado sobre el que extendida la parva rozan las piedras del trillo arrastrado por las mulas. El tejado del pajar va cayendo al paso que las tejas las mueve el viento y la nieve.

Espera el final de una vida construida con sus manos y el empeño taciturno cuidando la única tierra que conoce. Hasta el final reserva fuerza para llevar a la cocina alguna hortaliza del huerto. El alimento del cuerpo, que no del alma, junto a las costillas y el lomo que las tinajas conservan del último matacerdo. Bebe el agua fresca de la fuente con la que refresca el sabor del final.

La mañana de principios de mayo se sentó a escuchar el canto de los pájaros volando entre los espinos de la vereda que baja hasta el río. Los trinos se enmudecían por el sonido de los tractores labrando las umbrías de la Hoz para plantar pinos. Sintió que el corazón se le rompía al escuchar el rejón romper los prados que tantos veranos habían alimentado al ganado. Era el preámbulo de la desaparición del paisaje que simbolizaba su existencia.

Se cubrió las arrugas de su cara con aquellas manos agrietadas y ásperas, intentando ocultar el drama a su ojos. Aquella tarde, los truenos de la tormenta callaron los gritos del dolor que sentía al abandonar la vida.

Ángel Marco (texto y foto)