MI PUEBLO

Mi
pueblo, Aguilar del Alfambra, es, como tantos pueblos turolenses, una
margarita  cuasi deshojada por la
impaciencia amatoria de la despoblación.
Cada
vez que un habitante emprende la atrocidad del último viaje machadiano, su
ausencia arranca un pétalo de esa flor ancestral que mantiene la vida (del
pueblo) cabizbaja.

El
tío Joaquín bajaba «in illo tempore» la rambla infinita de la calle mayor, a bordo
de un Citroën destartalado que era, en su nobleza, un sublime RollsRoyce. Los
niños, a su paso, acelerábamos el trote de nuestras bicicletas y él nos
saludaba con su bocina áurea que era, en su rutina, la rapsodia del corazón.
Siempre trabajando, siempre diligente, el tío Joaquín conducía aquel coche y
los campos del pueblo ensanchaban la vida.
La
vida era un verano y era también, su trigo. Y seis cartas sagradas en las manos
sabias, del tío Tomás. Un hombre bueno, rotundo y complaciente que jugaba al
guiñote, con alma de tratadista y el humanismo sagrado de las personas que
intuyen que todo lo importante cabe en la risa de un bar.
Cuando
era pequeño, me gustaba observar con qué entusiasmo ilustre tiraba su carta
contundente; era (a su pesar) una institución indiscutida en el arte de
arrancarle a los naipes el grial excelso de la felicidad.
«Si
quieres aprender a jugar al guiñote (decía mi yayico) mira, calladico, cómo
juegan Ramón y Tomás».
Ramón
es Di Stéfano, Tomás era Pelé. Y yo un crío bárbaro que no entendía el secreto
de ese juego aragonés. Pero aprendí a jugar observando a Tomás (el maestro)
escuchando los golpes en la mesa cuando, en un arrastre, el as del contrincante
le arrebataba el tres.
«Qué mal juegas, José Antonio» le
espetaba a mi padre y luego sonreía, porque era pura alegría, pura luz
solariega, pura espiga en la piel. Y así, siempre risueño, tomaba su motoreta
eléctrica y salía a los campos o ellos a su mirada cálida en tierra fría.
Nuestro Teruel.

El
tío Joaquín y el tío Tomás han tomado la barca de la trascendencia desnudos de
equipaje, jamás de estima.
Porque
no desaparecen los pétalos del amor que ha arrancado la muerte y yo veré el
Citroën aparcado en la fuente y observaré a Tomás (aunque no se lo diga) cuando
allí, en su mesa, alguien mueva las cartas donde él ya no esté.
Aguilar
del Alfambra, mi aldea turolense, es una margarita cuasi deshojada, pero en mi
memoria resplandece ebria de pétalos y de floraciones: todas las personas que
ayer estuvieron, hoy permanecen y mañana vendrán.

En
la pared nichal del camposanto, dos noches cerradas cantan a la vida y me hacen
llorar.
Qué
anchas son las despedidas, qué estrecho el atardecer labriego.
El
atardecer. Su soledad.

Dani Izquierdo Clavero (Aguilar del Alfambra)