El sol está alto en este día de entrado otoño. No llueve desde hace tres semanas. Tres semanas de otoño, antaño la estación de mayores precipitaciones. Cunde la inquietud. Los tractores ya han comenzado a salir a dar vuelta a los barbechos con los cultivadores. Hay que preparar la siembra. Levantan pequeñas polvaredas en el llano, aquí y allá, como pequeños remolinos.
Carretera de Allepuz a Galve. Una amplia curva se abre poco antes del desvío a Camarillas. Un camino une la ermita de la Virgen del Campo y la masía de Torremocha. Es un tramo del sendero PR-TE 51 que une Camarillas con Galve. Poco antes de cruzar el río Penilla, al pie de un cabezo, se levanta un pequeño monumento.
Se trata de un solitario palomar. Tan sencillo como altivo. Un palomar exento, alejado del pueblo, levantado entre los campos de secano pero no lejos del arroyo. Es un palomar-torre de los de planta cuadrada, de los conocidos como «pied de mulet» (pie de mulo), por los muretes que orlan el tejado, similar a los palomares propios de los paisajes rurales del Midi francés.
Sigue el patrón tradicional en cuanto a su orientación. Hacia el saliente y el mediodía, para beneficiar a las palomas de los primeros rayos de sol de la mañana. Con un tejadillo a un agua que hace el papel de carasol, de solanar, bien protegido del cierzo por muros de piedra en sus tres lados. Tejadillo abierto por una ventana que permite iluminar la estancia interior, facilitando el trabajo del palomero. Y, como acceso frontal, una sencillay recia puerta elaborada con tablas bien claveteadas.
Construida con piedra, resiste bien el embate del tiempo. Las calizas y areniscas cretácicas que afloran en esta parte del término de Camarillas se abren formando piedras de caras rectas. Las esquinas están armadas con sillarejo y los muros, aún siendo de mampostería, ofrecen piedras bien encaradas aún visibles en la fachada frontal tras el lucido y, sobre todo, en las laterales.
Las piqueras, igualmente, están abiertas hacia el mediodía. Cada cual con un loseta, repisa en la que se posa la paloma al entrar o salir al edificio. Piqueras abiertas, bien directamente entre piedras, bien delimitadas por ladrillos. Eso sí, todas ellas, de luz cuadrangular.
Este palomar-torre, como otros muchos del Campo Visiedo y del valle del Jiloca, eran mucho más parecidos a los de la Provenza que a los palomares de las llanuras cerealistas de Castilla. Algunos investigadores sugieren que el importante flujo comercial existente durante los siglos XVII y XVIII entre esta parte de Aragón y las regiones centrales y meridionales de Francia, en forma de mercaderes de lana, productores metalúrgicos o tratantes de mulos, pudo introducir en estas comarcas las técnicas constructivas de cría de las palomas. Unas relaciones humanas que se truncaron brusca y definitivamente tras la Guerra del Francés (1808).
Estos palomares nunca debieron ser más que una actividad económica complementaria en un marco de aprovechamiento integral de los recursos naturales. Los pichones obtenidos en los meses de primavera y verano eran una fuente de proteína en la dieta. Y la palomina, retirada periodicamente para mantener aseada la colonia, era un fertilizante en los huertos locales o un producto a vender a compreros valencianos.
Las familias propietarias concedían importancia a su palomar. Como a cualquier otro bien de la hacienda sí, pero de un modo algo especial. Al margen de los productos generados -rentas menores, por lo común- estos edificios tenían una consideración que trascendía lo económico. La paloma ha tenido en las culturas mediterráneas una enorme carga simbólica, representando la espiritualidad, la paz y la inmortalidad. En la época romana, los columbarios eran edificios muy similares en forma y estructura a los actuales palomares, en cuyos nichos interiores se alojaban las urnas con las cenizas de los difuntos obtenidas tras su incineración. Esta práctica funeraria no se extendió en la era cristiana. Sin embargo, y siguiendo leyes no escritas, los padres transmitían un sentido de raigambre familiar a los hijos al enseñarles el aprovechamiento y cuidado del palomar, con una perspectiva de continuidad en el tiempo de la estirpe.
Al margen de su interés etnológico, antropológico o histórico, estos palomares son monumentos. Sencillos pero auténticos monumentos. Estos edificios se debían a su funcionalidad: ofrecer un refugio y lugar de cría al mayor número de palomas y facilitar el trabajo del propietario en su interior. Pero, al mismo tiempo, estos palomares exentos presentaban un gran sentido de las proporciones y de la estética. En su arquitectura popular se esconde una arquitectura culta. Eso sí, una arquitectura sin arquitectos.
Estos palomares entraron en crisis, como tantos aprovechamientos tradicionales, cuando se desploma la sociedad agraria a mediados del pasado siglo. Su escasa rentabilidad, la mejora en la alimentación en una economía global, el éxodo rural y otros cambios sociales dejaron en el olvido esta práctica. El remate fue la captura masiva de palomas para su venta destinada al «tiro a pichón», modalidad deportiva que emergió en los ’70 con el acceso masivo a las escopetas por la población, que dejó a los palomares prácticamente vacíos. Hoy, prácticamente todos, están abandonados en el Alto Alfambra y el Campo de Visiedo.
Estos palomares, como otras obras de la arquitectura civil, conforman en sí mismo todo un patrimonio. La técnica constructiva es un fiel reflejo del saber popular, de los recursos económicos y del flujo de conocimientos en cada momento histórico. Su indudable belleza, resaltada por su aislamiento y elevación sobre terrenos abiertos, les otorga de un gran valor escénico en el marco de un territorio, el Alto Alfambra, que reúne un paisaje cultural de gran singularidad. La cría de la paloma es una modalidad de aprovechamiento ganadero en peligro de extinción que tiene una vertiente etnológica, tanto por su saber hacer, como por la tradición oral como por su producto, los pichones que eran preparados y consumidos en los hogares, una parte de la gastronomía local. En tierras castellanas vuelven a recuperarse los palomares para la venta de los pichones en restaurantes de prestigio. Es posible que no todo esté perdido.