El paisaje del Alto Alfambra está definido por el marco físico del sector meridional de la cordillera Ibérica. Suaves relieves, notable altitud, variedad de rocas sedimentarias y, sobre todo, un clima de escasas precipitaciones y temperaturas bajas con acusada oscilación estacional. Pero, igualmente, este escenario es como es debido a un determinado aprovechamiento de los recursos naturales por el ser humano. Desde hace milenios ha dejado su impronta en el paisaje vegetal y en el cultural. La agricultura y, en especial, la ganadería ayudan a comprender y a disfrutar en toda su magnitud la estética y el funcionamiento de los extensos y hermosos páramos, de los secanos cerealistas o de las dulces dehesas de chopos cabeceros que acompañan al río Alfambra. Pero también, el carácter de sus gentes o su forma de entender la vida.
Durante siglos y siglos, la organización del tiempo para la mayoría de sus vecinos ha venido marcada por el ciclo natural de la crianza del ganado, tanto de las vacas como de las ovejas. Por eso es tan importante conocer cómo se gestionan los rebaños, un conjunto de saberes que, aunque actualizado a las técnicas y a los requisitos del mercado, hunden sus raíces en una cultura trasmitida de padres a hijos.
Conocíamos a Pedro Cirugeda por su carácter observador y por el conocimiento de los montes de Camarillas. Su interés por el patrimonio se ha traducido en el descubrimiento de importantes hallazgos paleontológicos y arqueológicos, así como en el conocimiento de la flora silvestre, tras lo aprendido junto a estudiosos como los hermanos Herrero de Galve o a otros naturalistas que se han acercado a Camarillas. Su hermana Rosa y José Antonio Sánchez me animaron a hablar con él, acordando acompañarlo una tarde de diciembre por el monte mientras cuidaba su ganado. Era una oportunidad para aprender en directo y sobre el terreno los secretos naturales y culturales que encierran estas tierras altas, incluyendo los de la ganadería, la piedra roseta para interpretar este paisaje.
Nos acercamos a su masada, donde reúne buena parte de sus tierras. Junto a la vivienda, hay una paridera.
En el corral sesteaban tres ovejas con sus corderos, una curiosa gata y un bando de palomas.
Entramos en el cubierto donde había varias estancias comunicadas entre sí. Las paredes estaban recorridas por pajeras de madera bien cumplidas de paja. En algunos puntos había bebederos conectados con un depósito de agua, situado en el interior para evitar las heladas. El espacio estaba compartimentado por vallas metálicas.
En uno de los cercados había un grupo de ovejas con sus cordericos, nacidos durante la noche anterior, haciéndose ellos a ellas (y viceversa) a base de rozar, oler … y de tetar. Es fundamental esta vinculación. Si una oveja no reconoce a su cordero, si no lo alimenta, en este tiempo frío, en menos de un día el pequeño morirá. Pedro las vigila una a una.
En otro cercado más amplio corretea una veintena de corderos algo mayores. Tienen pocos días. Están solos. Ahora mismo, sus madres están pastando en el campo. Pedro les pone comida en unas canales metálicas, pero aún no ponen mucho interés, pues prefieren la leche de las madres que retornarán en unas horas. Algunos son más menudos, los de menos días y los nacidos en partos dobles, los melguizos. Inquietos y en la penumbra, no se dejan fotografiar.
Nos acercamos a una pequeña paridera vecina que utiliza igualmente para organizar mejor el ganado. En el cubierto, hay más compartimentos separados por más vallas de hierro. En un extremo, seis mardanos, grandes y hermosos, los sementales del rebaño.
A su lado un par de machos jóvenes, separados hasta que sean capaces de integrarse con los demás. Los mardanos tienen mucha energía y agresividad, por lo que pueden dañarse a base de topetazos.
En unos pequeños recintos vemos a otras tantas ovejas atadas por el cuerpo con sus respectivos corderos. Ahí están sujetas para estimular el instinto maternal, para favorecer la relación entre una y otro. Es cosa de días. Cuando se consigue, se llevan a la otra paridera, y a comer al campo.
Y, por último, en el espacio mayor, se va engordando, a base de cereal, semilla de algodón y de gránulo, a una docena de corderos hasta que alcancen el peso para ser vendidos a la cooperativa Oviaragón, de la que nuestro amigo es socio. Nos comenta que los corderos consumidos para carne podrían pastar perfectamente en el campo teniendo un engorde más natural aunque más lento. El mercado y la rentabilidad mandan.
Pedro suelta a los dos perros, que lo reciben cariñosos y corretean con energía. Nos enseña la fuente que arregló junto a su padre. Tan solo sale un hilo de agua. Cualquier otro año, por estas fechas, llevaría mucho más caudal. En las pilas, se ha formado una fina costra de hielo. Nos explica que toma el agua por medio de una tubería de un antiguo chumarrial situado en el campo vecino. El agua es esencial en su trabajo. Nos vamos al campo.
La masada de la Atalaya, como otras muchas del término de Camarillas, está ubicada en la suave ladera de solana que desciende de una ringlera de cinglas calizas que separan las cuencas del Alfambra y la del Guadalope (río de la Val). Observamos la amplia ladera. Pedro nos señala el campo en el que dejó las ovejas por la mañana. No las vemos ni con prismáticos. Habrá que buscarlas.
Mientras vamos subiendo, nos explica con detalle la geología del terreno. El tipo de rocas, su edad, los ambientes sedimentarios y las estructuras tectónicas. Vamos pasando de unas formaciones geológicas a otras. La Formación Villar del Arzobispo, da lugar a la de El Castellar, que está cubierta por la de El Castellar y esta, a su vez, por la Formación Camarillas. Vamos cruzando las líneas imaginarias que tan bien reflejan los mapas. Nos movemos entre el final del Jurásico y el principio del Cretácico.
Pasamos junto a otra fuente, esta completamente seca. Nos cuenta cómo la preparó también junto a su padre, ya fallecido, de quien ha aprendido el oficio y por quien muestra un profundo respeto. Ni rastro de las ovejas.
Nos muestra un campo en rastrojo. Nos explica que hace cincuenta años eran prados en los que pastaban vacas. Hoy solo vemos tierras secas. Pensamos en los cambios que han operado desde entonces. Cambios en el clima, largos periodos secos, al menos en las últimas décadas. Cambios sociales y productivos. Mecanización, especialización, simplificación …
Nos indica, mientras tanto, algunas de las plantas que come el ganado. El alamio (Carex humilis), el cerrillo (Stipa sp.) …
la hierba de los siete nudos (Polygonum aviculare), la pedrehuela (Thymus godayanus) …
y otras que las rehúsa como la curruguia (Digitalis obscura), la ontina (Santolina chamaecyparissus), la ajedrea (Satureja intrincata ssp. gracilis) o la toyada (Genista mugronensis).
Subimos a unas crestas situadas a media ladera. Y ahí las tenemos. Cerca de cuatrocientas hermosas ovejas. Han estado comiendo en los rastrojos. Las espigas no cosechadas y la paja. Y después se han subido al monte. Pedro les echa unas voces y, ellas solas, comienzan a volver. No hace falta subir a recogerlas. No hacen falta los perros que escuchan las órdenes y observan los movimientos del ganado.
En los campos de abajo, aquí y allá, acabamos encontrando tres corderos recién nacidos. Algunos están con la madre, que los lame, aprovechando los fluidos que impregnan su lana tras el parto. El otro está solo, balando, por lo que nos ponemos a buscar a la despistada madre. No está lejos, es fácil de reconocer por tener restos de la placenta en la vulva, completamente ensangrentada. Nos cuenta Pedro que no es habitual que nazcan tantos corderos en el campo en una misma tarde.
Hay que recogerlos. Los cogemos de las patas delanteras y nos acercamos al rebaño que baja con ganas de llegar a casa. Dos de las madres nos siguen inquietas sin separarse de su corderico. La otra se ha juntado con las demás ovejas aunque se la conoce por ser la que más bala. El cordero, igualmente, incómodo al ser llevado de la mano, no para de balar. La madre, aún más nerviosa, da vueltas y vueltas a nuestro alrededor.
Vamos bajando con el rebaño. Vuelven con ganas. Algunas por encontrarse con sus corderos y darles de mamar pues llevan lleno el braguero. Otras por que tienen sed. Todas, satisfechas después de haber comido y estirar las piernas por los campos.
Cae la tarde y no da tiempo a pastar más. Han comido bien en los rastrojos a pesar de que este otoño no hay renacido pues ha venido muy seco. Los pastos son escasos, hay que echar mano a la cosecha propia. Aumentan los gastos.
Tanto al subir como al bajar, Pedro nos ha ido explicando sus hallazgos. Aquí unos restos paleontológicos, allá los alizaces de un poblado celtíbero sobre una cresta, algo más lejos el espejo de una falla responsable de la elevación de los materiales mesozoicos del Alto Alfambra sobre los terciarios de La Val. Todo tal como viene, casi sin buscarlo.
Y, en eso que llegamos a la paridera. Tienen ganas de entrar. Pero hay que estajarlas. Primero las ovejas recién paridas con sus cordericos. Nos enreda una de ellas que hay que descubrirla entre todo el rebaño pues no tiene mucho instinto materno y hay que buscarla entre la multitud. Las marca con una pintura de cera roja sobre la lana del lomo para distinguirlas. Después aquellas ovejas que están dando de mamar. Una a una hay que ir entrándolas sin dejar pasar a las que no lo están. Se les conoce por la marca reciente. También es enredo pues todas tienen ganas de entrar a la vez.
Las madres balan al entrar en el corral. Dentro de la paridera, los corderos las conocen y les responden. Un coro de balidos llena el silencio del crepúsculo. Los juntamos y cada cual va a buscar el suyo, que comienza a mamar, al tiempo que come algo de pienso en la canal.
Después, dejamos entrar al resto al corral donde dormirán viendo las estrellas.
Nos acercamos a dar vuelta de la otra paridera para llevarles agua al resto de las madres, mardanos y corderos. Y nos vamos hacia el pueblo.
Cuidar los rebaños es toda una sabiduría ancestral. Las ovejas son los escultores de la comunidad vegetal de los páramos de la cordillera Ibérica. Son las responsables de unos ecosistemas esteparios únicos hoy valorados por ofrecer hábitat a especies singulares y por su indudable valor escénico. Los ganaderos, son los creadores de esta obra que llamamos paisaje cultural del Alto Alfambra y del que los chopos cabeceros son tan solo una parte. Una obra que, como en ocasiones ocurre con el arte, necesita tiempo y reflexión para ser bien comprendida.