TOC-TOC ¿HAY ALGUIEN? PIDO PERMISO PARA RECORDAR

LA SIEGA DEL CEREAL EN MONTEAGUDO DEL CASTILLO

– ¡Tac, tac, tac, tac, tac!

Era el sonido del martillo golpeando el filo de la dalla (guadaña) sobre la inclusa. Sonido habitual, que para las fechas desde San Juan y hasta la Virgen de Agosto, se oía con frecuencia en la calle de cualquier barrio.

– ¡Tac, tac, tac!

… también, en cualquier orilla del camino.

Solo hacía falta un suelo duro para que resistiese el impulso de los pequeños golpes y la inclusa, o yunque, no se hundiese en exceso.

En la calle, a las puertas de casa, si el suelo es duro –no había ninguna calle asfaltada- con las posaderas en el suelo, es hora de poner apunto la dalla.

La dalla, herramienta que se utilizaba mayoritariamente en estas fechas, que como forma
de ejercitar el cuerpo para ir acostumbrándolo a la gran campaña que pronto llegará, no
había mejor forma para ello, que cortar los piprigallos (esparceta) y las hierbas de los prados.

Acostumbrados los brazos y los riñones, y con la piel quemada por el sol, entraría en
campaña de la siega nuestro segador. Armada la dalla, con el rastro de arrastre incluido;
cubeta de cuerno de toro, con piedra de afilar colgada del cinto en la riñonera; vestimentas
las más viejas, albarcas en los pies, y sombrero de paja. ¡Es la hora de la siega!

Toda la familia al bancal, pequeños y grandes. Allá por los años 60, 61, 62, 63 del siglo
pasado, el cereal se cortaba con la dalla. Con un rastro llamado gavillero, se hacían
pequeños montones llamados gavillas. Con el trigo más largo o con centeno se hacían
vencejos de cruz y si era corto de ligarza. El vencejo era la atadura de cuatro gavillas, y
con él se formaba un fajo o haz. Se ataba con un palo, llamado garrote, dando vueltas
con el garrote al vencejo, se hacía un nudo como atadura del fajo. Cada diez fajos era un
caballón, la carga de un macho (caballería).

Caballones sobre los bancales recién segados

Estos caballones eran acarreados desde al bancal a las eras, por los machos aparejados
con albarda y samugas (amugas) con largas sogas para atar con ellas los fajos. Una albarda
muy especial era el baste. Este era una albarda de mayor tamaño, con mayor almohada,
para que el macho sufriese menos con la carga. Hay que tener presente que si la albarda no sentaba bien en lomos del animal, les hacía llagas, llamadas tocaduras). El baste quedaba más alto en el macho y este llevaba la carga mejor. No todo el mundo utilizaba baste en las caballerías ya que este aparejo era muy grande y pesaba más que la albarda, por lo tanto, se utilizaba en
caballerías de mayor tamaño.

Al llegar a la era, los fajos se amontonaban formando cinas, (grandes montones, hacinas). Con tantas cinas cambiaban el paisaje del pueblo.

Allá por el año 1960 yo contaba con menos de cinco años. Un día de siega sería, más menos
así. Mi padre se habría marchado al campo, pongamos, por ejemplo, que a la hoya de la Señora,
zona de la Garrituerta, en el Más de Ramo. Habría salido de casa al apuntar el día, cuando empezaba a clarear, previamente habría dado de comer a la yegua, al macho y a la burra.
Aparejados macho y yegua, y cargados con las herramientas de trabajo: dalla, cubeta con
piedra de afilar, garrotes de atar, rastro gavillero, rastro grande (el llamado diablo), mantas
para cubrirse (por si había tormenta, pues el día era muy largo), un cántaro con agua, un botijo,
y la bota de vino. Una hora de camino hasta llegar al bancal.

La misión inicial era cortar el trigo “segar con la dalla”. Hacer un buen trozo antes de que llegara el almuerzo.

Una hora más tarde saldría de casa mi madre, con el almuerzo cargado en la burra. Aparejada con argados de mimbre, con dos departamentos llamados cujones a cada lado del aparejo. En ellos se llevaba la cesta del almuerzo, y los preparativos necesarios para hacer la comida del medio día en el campo, más merienda de la mañana y merienda de las 6 de la tarde. “Burra cargada”. Como yo era muy pequeño, gran parte del camino lo hacía montado en ella.

Al llegar al destino, mi padre ya estaba hambriento. Objetivo almorzar. El tipo de
almuerzo, creo que era común en todas las familias. El nuestro era: en un perol de esos
que caben al menos tres litros de agua, mi madre había hecho unas sopas de huevo cocidas
a fuego lento. El perol, al ser de barro, conservaba el calor a pesar de la hora de camino.
Las sopas habían reposado. Todos comiendo a rancho del perol. De segundo, se comía
una tajada del espaldar (paletilla de cerdo). La corteza bien crujiente, el tocino y la magra
simplemente con un plis-plas en la sartén, ¡que tajadas más buenas!, unos tragos de vino
y a trabajar.

¿Qué hacía yo tan pequeño en el bancal? Mi recuerdo más antiguo es este. En esta finca
tenemos, digo tenemos porque todavía intento mantenerla en pie, una caseta, apta para
meter cuatro caballerías, aperos de trabajo y personal.

– “He pasado muchas tormentas en ella, con grandes granizadas”.

En la caseta, sentado a su sombra jugando con pelotas de gamones, esta es la foto fija de mis recuerdos.

De esta forma dejábamos tranquillos a mi abuelo, a mi hermana mayor y a mis tías, pues era habitual que estuviesen de vacaciones para esos días de verano.

Jugando con las pelotas de gamones, con la perra, sentado en un ribazo cuidando del ramal las caballerías para que comiesen. De vez en cuando, me llamaban:

– ¡Eliseo, Eliseo, trae el botijo y la bota!

Eliseo los cogía de la sombra de la caseta y los llevaba al frente del tajo.

En esa época, venía a ayudarnos a segar algún día, no todos, Clemencio. Otros años, Marcelino. Pastores ambos, los cuales ponían sus brazos al servicio de familias como la nuestra y a cambio pastaban con sus ovejas nuestros cerrados (campos que estaban cercados por paredes). Como es lógico, ellos eran los primeros en entrar con las ovejas en nuestros rastrojos.

Esta hoya, La Señora, es donde más tierra junta tenían mis padres. Estaba a mucha distancia del
pueblo, por lo que era aquí donde nos ayudaban personas como Clemencio o Marcelino. Otras veces el tío Daniel, de Casa Bellido, nos dejaba los machos para acarrear como refuerzo en apoyo de los nuestros, dada la lejanía de los campos.

Contando con el apoyo de Clemencio o de Marcelino, que harían como tarea principal de
atadores. Mi madre, haría vencejo y gavillas. Allá a las once de la mañana hacíamos un
pequeño refrigerio, el cual consistía en beberse un huevo batido con vino, y el que no le
guste con vino, pues batido con agua, en ambos casos con una cucharada de azúcar ¡era
muy reconstituyente!

En torno a las doce mi madre hacía el guiso de la comida. En la pared exterior de la caseta
había encendido un fuego entre cuatro piedras preparadas para ese cometido. Ahorrándose de esta manera el volver al pueblo, hacer la comida y volver al bancal.

Recuerdo ver como dormían la siesta a la sombra de la caseta. Creo que jamás pude
dormir. Me entretenía con los gamones y también con los nidos que hacían los pajarillos
en las paredes de la caseta.

Una de las tareas de las mujeres era el rastrear los rastrojos con el diablo, un rastro grande
de dos metros de ancho. Para tirar de él, se llevaba como las caballerías en la trilla, con
un tirante que se ponía en el hombro. Después de amontonar en caballones los fajos de
trigo, había que rastrear para recoger las espigas que se quedaban sueltas por el rastrojo.
En el año 1966 nosotros, como muchas otras familias, ya llevábamos un diablo tirado por
el macho. Pero yo recuerdo, en un bancal que teníamos en el término de Cedrillas, como
una mujer seguía tirando del diablo y a su vez, llevaba una corbella en la mano, cortando
con ella posibles espigas que no había cortado la dalla, esto me sorprendió enormemente,
no lo había visto anteriormente, tal vez fuese porque a nuestra dalla no se le escapaba
ninguna espiga.

He querido contar la historia de la corbella y la rastreadora, tratando de apuntar dos ideas. Una, la mujer tirando del diablo, “La eterna mujer que lo puede todo, convertida en macho
de carga o de arrastre”. Y dos, había que recoger hasta la última espiga. En aquella época,
estas eran las espigadoras de Millet. Recordando que todavía había personas que recogían
las espigas que se quedaban enganchadas en los espinos de los caminos cuando se
acarreaba.

En torno a las seis de la tarde se merendaba. Durante todo lo que llevábamos de año la conserva de cerdo estaba cerrada en un armario sin tocar. En la merienda lo habitual era comerse al menos dos trozos (longaniza, lomo o costilla), un buen trozo de pan, digamos un cuarto por cabeza
de ese pan redondo, remojado todo con vino y de picoteo unas aceitunas negras de la Tierra Baja.

Cuando se ponía el sol, a recoger y camino a casa. Mañana será otro día. Monteagudo por
aquella época debía contar con al menos 100 familias (tajos de trabajo). Hoy me produce
nostalgia recordar como, a puestas de sol, nos encontrábamos por los caminos las distintas
familias de regreso a casa. Delante veías a seis, siete u ocho. Por detrás, otros tantos. Por el próximo camino de la derecha lo mismo. Por el de la izquierda, todavía más.

Unos años más tarde, tres o cuatro, no más, un recuerdo imborrable era, salir a segar montados en las caballerías mi padre y yo, clareando la mañana y siempre nos encontrábamos en Santa Bárbara a Benito el alcalde o a Marcelino -recordemos que no había baño en las casas- habían salido a hacer sus necesidades matutinas por los cerrados, y su vuelta a casa coincidía con nuestra salida por Santa Bárbara.

– ¡Hoy habrá tormenta!

Al apuntar el alba había un torrejón que lo indicaba. Según mi padre, ambos eran grandes meteorólogos.

Durante todos los años de mi niñez, en los dos meses de verano, jamás conocí día de fiesta. Siempre me sentí importante, cada vez hacía más tareas de persona mayor. Orgulloso el día que por primera vez até en una tarde cuarenta fajos. Orgulloso el día que me dieron una dalla. Esto ocurrió en el verano del ’68, cumpliría los doce años para septiembre y estas dos tareas me llenaron de satisfacción.

Cuando regresaba a clase con mis compañeros, yo había vivido un mundo que ellos, la mayoría no conocían y ellos habían vivido un verano que yo jamás conocí.

En esta vieja foto, mis hermanos y yo, con unos veraneantes y nuestros mejores vecinos,
el tío Sotero y la tía Isabel,. Foto realizada en la primera quincena de septiembre del año 1968.
Un recuerdo imborrable de aquella época.

Eliseo Guillén Daudén (Monteagudo del Castillo)